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viernes, 2 de septiembre de 2016

Mi mejor viaje.

Cada vez que veo un avión aterrizar me imagino las miles de bienvenidas que esconde cada aeropuerto, los millones de besos de felicidad y todos los abrazos con olor a reencuentro de las terminales de Madrid. Algún día volveré a emprender un viaje junto a alguien que no seas tú, y apretaré su mano durante el despegue haciéndole partícipe de la emoción infantil que aún me producen los vuelos. Entonces, cuando me mire y yo le devuelva la mirada, te veré a ti en unos ojos que no son los tuyos y recordaré todas las veces en las que tu mirada era el resorte necesario para impulsar mis ansias de volar. Sin embargo, no podré, -ni puedo ahora- desearte nada que no sea felicidad. Que construyas grandes historias, que consigas que las piezas de tu vida encajen a la perfección y que con tus besos hagas volar a muchas mujeres maravillosas. Pero que jamás olvides que yo supuse en tu vida el riesgo, la velocidad, la adrenalina y la conquista de nuevos territorios. Que sí, que después llegó el pánico, la inestabilidad, las turbulencias y, cuando quisimos coger los mandos, ya estábamos demasiado lejos del suelo. Pero que fuimos felices, y de eso nos dimos cuenta tarde, como tardía fue aquella conversación en la que juramos que nos íbamos a alejar, cuando el amor ya nos había calado los huesos. Y ahora me pregunto qué hicimos tan mal, si yo lo único que quería era que volaras libre, para mostrar al mundo la belleza que yo veía en tus alas. Y sin embargo, el mundo solo se encargó de juzgarnos por atrevidos e insensatos. Que sí, que ahora aprieto su mano y él me corresponde. Y claro que no cambiaría este bienestar por el huracán de sentimientos que me supuso aquel naufragio. Que quizás me di cuenta tarde de que mis píes también podían llevarme lo suficientemente lejos como para cumplir mis sueños, y de que volar siempre supone el riesgo de caer estrepitosamente al vacío. Y en tu caso, cuando pude entenderlo ya me habías dejado caer de un avión en marcha, y el paracaídas tuvo que ponerlo la gente que siempre me advirtió de que no me convenías. Esos a los que nunca escuché porque estaba demasiado ocupada en la geografía de tu cuerpo. Así que, pese a que al final tuve que darme cuenta sola, cuando tú desapareciste, ellos siguieron dibujando sonrisas en aquella boca a la que tanto le costó olvidarse de tus besos. Puede que si algún día el destino nos vuelve a juntar, no reconozcas a la chica que ha cambiado amaneceres en la calle por atardeceres en la carretera, o a la que camina segura porque sabe lo que tiene y no tiene que ocultarlo. Puede que no me reconozcas gritando el nombre del hombre al que ahora amo, o puede que sí, y que, incluso ahí, te des cuenta de que sigo queriendo cambiar el mundo y que lo único que yo quise era que quisieras mejorarlo conmigo.


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