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domingo, 26 de febrero de 2017

Siempre fuertes.

                                         "Lo triste es no saber vivir".

Ayer todos recibíamos a través de las redes sociales y los medios de comunicación la triste noticia del fallecimiento de Pablo, tras haber luchado, con una fortaleza y un arrojo admirables, no sólo por su propia vida, sino por la de muchos otros pacientes a la espera de un trasplante de médula. Hay personas a las que cualquier homenaje se les queda corto, porque su propio paso por el mundo ha sido un homenaje a la vida. Eso es lo que a mí me transmitió Pablo con cada mensaje de fuerza, de ánimo y de superación, que tuvo la generosidad de compartir con todos, pero, principalmente, con millones de jóvenes que, como yo, nos sentiremos eternamente agradecidos por la lección que nos regaló. Gracias Pablo por esa sonrisa que siempre hablaba de amor. En primer lugar del amor más fundamental de todos: el que se le tiene a la vida y a los sueños, y, en segundo lugar, el amor que él y su pareja se profesaban cada día.
Este blog nació del amor, y al amor se debe en toda su extensión. Y hoy, más que nunca, ésta es una entrada que habla de amor, del amor al ser humano que mostró el mismo joven que revolucionó las redes sociales para conseguir que se salvaran otros, y para concienciar de la importancia de disfrutar cada pequeño detalle rodeado de la gente que te quiere. Y también de un amor entre mascarillas, esperas, cruces de manos y fotos llenas de belleza y humanidad. Gracias Pablo, y gracias, a su pareja, por ser el ejemplo del amor más puro, de la lealtad más intensa, y de la mayor muestra de superación.
Nos has dado una lección suprema, que procuraré aplicarme cada día: hay que tratar a la vida como lo que es, el mayor de los privilegios al que vamos a tener acceso; y a la salud como el bien más valioso de todos los tesoros.
Pablo, nos dejas llenos de lágrimas, pero fuertes y valientes, siguiendo con la estela que tú nos enseñaste.

Desde Dinamita en los Ojos, quiero mandar a todos sus seres queridos un abrazo lleno de ánimo, cariño, agradecimiento y paz.

                     #donamédula #graciasvaliente #siemprefuerte

martes, 21 de febrero de 2017

Me he hecho mayor.



Verás en mis gestos que me he hecho mayor. Mayor, que no tiene nada que ver con vieja, porque ya quisieran muchos, con menos años, tener mis ganas de vivir. Y es que me he hecho lo suficientemente mayor, como para saber, que hay guerras que se ganan abandonándolas, e infinitos que duran lo que dura un otoño. Tengo los años bastantes, como para saber, que siempre seré una niña cuando algo me ilusione, me atrape, y me llene de pasión. No sé ni cuántas velas soplo el año que viene, pero seguiré disfrutando de cada detalle y de cada sorpresa, como si tuviera seis años y lo viera todo por primera vez. Me he hecho mayor y, sin embargo, cada vez que me besan me parece la primera; y he encontrado, en una mirada cómplice, las confesiones más sinceras. Soy tan tan tan mayor, que se me han escurrido las ganas de discutir por tonterías, por el desagüe de la indiferencia, y se me han llenado los pulmones del aire reivindicativo de todas las protestas justificadas. Que no son ni una, ni dos, las veces que pequé de pesimista, insolente o caprichosa, antes de darme cuenta de lo inmensamente agradecida que tenía que estar a la vida. Ya ves, todavía me enamoro con la fuerza arrolladora de un huracán con un mero cruce de miradas, me muero de la risa en mitad de un ataque de cosquillas, y lloro, entre chocolate y amigas, cuando la causa lo merece. Soy tan mayor, que ahora veo, en las noches de los sábados, un espacio cálido en el que juntarme con las pocas personas que merecen mi escaso tiempo libre; en lugar de horas muertas en las que relacionarme con gente que ni siquiera me interesaría ver de día. Tan joven, y a la vez tan mayor, que sigo desgarrándome la garganta cantando una balada de amor con mis amigas, pero que ya no pongo atención a la lluvia de críticas destructivas que genere mi sana diversión. Mayor para administrar mi tiempo, de manera tal, que dedique el doble de horas a mis proyectos, que a mis recuerdos. Es cierto, soy tan mayor que me equivoco mucho, incluso más a menudo que antes, pero ahora sé rectificar, pedir disculpas, y, lo que es más importante, perdonarme. Así que, sí, puede que me veas como a una más; pero que no se te olvide que no soy de nadie, que soy todo lo contrario a lo que era, y, a la vez, la misma soñadora de siempre. Y es que me he hecho mayor; mayor como para saber querer a los míos sobre todas las cosas, y, sobre todo, para aprender a quererme a mí misma, en todos los tiempos.

-Este texto fue una de mis colaboraciones con el blog Tu sonrisa me contagia.


lunes, 13 de febrero de 2017

Resetear el corazón.

A estas alturas del siglo XXI, todos sabemos el significado de cualquiera de los emoticonos que circulan por nuestras redes sociales. Todo el mundo sabe lo que queremos expresar con un corazón, con una carita feliz, con un guiño, o, incluso, con un animal tapándose la boca. Nos hemos acostumbrado a hablar con símbolos, a expresarnos sin decir nada, a dejar pasar los días, los meses y los años sin sentarnos a mantener una buena conversación con quien verdaderamente hace vibrar nuestro corazón. El nuestro, y no el de ninguna aplicación para el móvil.
Cuando algo nos llama la atención tenemos una lista de opciones tasadas para indicar lo que nos hace sentir: me gusta, me encanta, me divierte… de tal forma que cada día limitamos un poco más nuestra verdadera lista de emociones personales. Sin percatarnos de que el ser humano puede descubrir en cada segundo una forma nueva de sentirse, porque a nosotros se nos eriza la piel de vez en cuando, se nos acristalan los ojos muchas veces, y nos tiemblan las piernas otras tantas. Y eso no lo cuenta la tecnología.
Esperamos que nos hagan caso a través de dos tick azules, exigimos que nos quieran mediante una foto que dura 24 horas máximo en una red social, y nos disgustamos si la hora de última conexión de nuestra pareja abre un mundo de posibilidades en el que nosotros no somos la última persona con la que habló. Creemos que se puede dejar de querer a alguien bloqueándole, que borrar conversaciones nos hará borrar la vida que vivimos junto a alguien, y que el amor se mide en caracteres. Y no es verdad. Es la más puritita de todas las mentiras de esta vida de postureo.
Somos, posiblemente, y muy a mi pesar, la generación que más está equivocando el concepto de modernización y progreso con un abandono paulatino de las ventajas de la sencillez cotidiana. Ya lo dijo Quevedo: “Lo que en la juventud se aprende, toda la vida dura”. Así es, la juventud –y recuerdo que, para mí, joven es todo aquel que no ha dejado de sorprenderse en la vida- consiste en enamorarse, en reír a carcajadas, en bailar, en hacer grandes esfuerzos para cumplir tus sueños, en no abandonarlos nunca, en besar y descubrir el nombre de todas y cada una de las mariposas de tu estómago, en equivocarse y pedir consejo, en desordenar nuevamente los consejos, las advertencias, las limitaciones, y arriesgar por lo que se quiere. La juventud consiste en vivir mucho, de cara a la gente, de frente a la vida, de espaldas al miedo. Y no puede ser que nos estemos perdiendo todo eso detrás de una pantalla, que no sepamos apreciar las millones de ventajas que nos ofrecen las nuevas tecnologías y aprovecharlas en su justa medida, sin que eso signifique dejar atrás otras experiencias absolutamente necesarias para crecer.
Como decía al principio, a estas alturas, todos sabemos el significado de cualquier emoticono. Pero muy pocos saben descifrar el sentido de dos miradas que se cruzan en silencio, de dos sonrisas que se escapan levemente librando rencores pasados, de un abrazo esperado en la estación de tren, de dos manos impacientes que no saben dónde posarse. Nos pasamos el día entero valorando señales absurdas y llamadas de atención infructuosas, pendientes de si alguien ha visto nuestra última publicación, si se le ha escapado un like cotilleándonos o si ha puesto una frase con la que pueda sentirme aludido. Pero pocas veces optamos por acercarnos a alguien, mirarle a la cara y tragarnos el maldito orgullo que siempre separa más de lo que une. Mirar dentro de nosotros mismos por una vez, en vez de tanto mirar en lugares ajenos, y rebuscar entre nuestras propias emociones, decepciones y amores para descubrir qué es lo que verdaderamente queremos y cómo lo queremos. Ser honestos. Asumir que hay días horribles y nadie nos obliga a demostrar lo contrario, porque, sinceramente, hay muy pocas personas a las que realmente les importe cómo te sientes. Dejar de perder vida en cavilaciones y apostar por intentarlo una vez más, porque, a las malas, tendremos más anécdotas que frustraciones.
Quizá nos estemos equivocando mucho y se nos esté olvidando lo más importante: querernos más y mejor. El progreso no puede pasar por olvidarse del amor real, del respeto infinito, de la ternura de una caricia en el pelo, de la pasión de un beso, de la confianza entrelazada entre dos manos, de la complicidad de una mirada, de la fraternidad de la sonrisa de papá.
Puede que empiece hoy a resetear mis rutinas: que apague un rato el teléfono y encienda el corazón.

¡A vivir, que son dos días!


jueves, 9 de febrero de 2017

El amor es una coincidencia.

A fin de cuentas, la vida es una coincidencia. O mejor dicho, la vida es el resultado de todas las coincidencias que se te presenten a lo largo del camino y la forma en la que las enfrentas. La mayoría de las cosas que forman tu día a día están formadas por leves coincidencias o majestuosas casualidades. La gente con la que coincides en el autobús. La chica que siempre va leyendo en tu línea de metro. La canción de la radio del coche que te recuerda a qué supo tu último beso. Aquel currículum que echaste por probar y resultó ser el trabajo de tu vida. La amiga con la que coincidías en vacaciones: una casa cerca, un lugar extraño, una edad próxima, y el catálogo más amplio de anécdotas a las espaldas. 
Y el amor. El amor de tu vida que no es otra cosa que la más afortunada de todas las coincidencias. Un cúmulo de casualidades diseñadas especialmente para atravesarte el alma. Una mirada fugaz, siete encontronazos con sonrisa cómplice, una fiesta, un concierto, o quizás un trabajo en común. El beso tan esperado que llegó la noche que menos lo esperabas. Las ganas de más. El más extraordinario de los milagros que le sucede a un mortal. Inevitable, irracional, vehemente, incontrolable y lleno de felicidad. El amor es una coincidencia. Un acto de entrega entre dos personas que se habían cruzado con unas doce mil cuatrocientas personas antes, que habían recorrido otros ojos, que habían besado otras bocas y habían hecho planes en otros futuros, hasta que llegó la coincidencia de sus vidas para arrasar con cualquier tipo de estrategia y enseñarles a amar. A los 18, a los 25 o a los 42, porque qué sabrá el amor de tiempos, de edades, ni de protocolos absurdos. Porque los cobardes se convierten en valientes, los precavidos en incautos y hasta los orgullosos ceden. Y por más que cierres los ojos, por más que mires para otro lado, para otra gente, y aunque cierres las puertas a la verdad: el amor siempre volverá a manifestarse en otra coincidencia, una de esas que te ponen el estómago del revés cuando te lo cruzas de lejos, cuando te sonríe de cerca.

Un día pasa, sin más. Te cruzas de casualidad por primera vez con el amor de tu vida, y ya sólo puedes desear que el resto de coincidencias consigan conjugarse siempre en un plural hecho para dos.