Léeme:

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miércoles, 11 de septiembre de 2019

Merecerá la pena.


Hoy he pensado que si algún día nos reencontramos y dejamos que el amor fluya, habrá merecido la pena. Que si nos casamos delante de todas las personas que nos quieren, si tenemos hijos que llevarán nuestro propio nombre y que defenderemos con la misma fuerza arrolladora con la que siempre nos hemos querido, también merecerá la pena. He pensado que si conseguimos aquel balcón con flores que yo siempre soñé y una vida tranquila en la que pueda despertarme 10 minutos antes que tú para verte dormir, merecerá la pena. Que si logramos tener un desayuno entre risas y un beso fugaz en el parking, con la seguridad de quien sabe que regresará a los mismos besos al atardecer, habrá merecido la pena. He pensado que si alguna vez me abrazas al llegar de trabajar para curarme del estrés y devolverme a la vida, habrá merecido la pena. Que si algún día comemos en casa de tu madre y compruebo, como tú me decías, que es la mejor persona del mundo, habrá merecido la pena. Que si los besos en el cuello y los te quiero en el oído salen de la clandestinidad de un callejón de madrugada para producirse a cualquier hora, habrá merecido la pena. Que si alguna tarde de domingo, viendo una película, te miro y te digo lo mucho que vales y tú me recuerdas lo mucho que te inspiro, habrá merecido la pena. Que si conseguimos cambiar las madrugadas y el alcohol por mañanas y café, habrá merecido la pena.
Pero que si nada de eso pasa, que si no nos reencontramos, que si jamás volvemos a vernos, también, vida mía, habrá merecido la pena. Que nadie se arrepiente de haber sido feliz, de haberse sentido viva. Que no se debe renegar del amor que nace libre. Que fueron doscientos trece besos, y que merecieron la alegría todos y cada uno de ellos.

Aunque no pudo ser.

He estado dejándole tiempo al silencio para ver si él acallaba nuestra historia. Dejé de escribir porque llegó un momento en que pronunciarte me provocaba angustia. Vivía con un nudo atravesado en la garganta que sólo se deshacía escupiendo tu nombre. Así que me llené de cosas qué hacer para poder camuflar el motivo por el que decidí dejar de escribir. No tengo tiempo, decía. Pero lo que no tenía eran ganas de dedicarte una sola palabra más. Y el estrés y la rutina se encargaron de echar tierra sobre la caja en la que enterré nuestro amor. Como si el olvido tuviera algo que ver con el duelo, qué sé yo. Pero ayer escuché a una mujer hablar sobre la ilusión del amor y ese gusanillo que se siente cuando vas a ver a alguien que te encanta, y recordé aquellas cosas que no volví a sentir con otros y que tan feliz me hacían. Me di cuenta, entonces, que no es que aún te recuerde, es que todavía te quiero. Como se quiere a alguien que inicia su vida en otro lugar y que no vas a volver a ver. Como se quiere a quien te ha hecho muy feliz, aunque ya no vaya a serlo más junto a ti. Un te quiero de esos que duran para siempre, estés donde estés. Esté yo, con quien esté. Un querer imposible de sustituir, compatible, incluso, con otros quereres. Te quiero como quiero la mejor parte de mí, la que estaba loca y saltaba por la calle. La parte de mí a la que se le saltaban las lágrimas de emoción al cruzarse contigo. La parte de mí que se estremecía -y se estremece- al recordar tus manos. Un chupito de tequila, un abrazo por la espalda, una canción para dos. Te quiero como se deben querer todos los defectos y virtudes que una tiene. Porque quererte fue un acto reflejo, una casualidad inevitable, una forma de vivir. Por eso, que no te engañe la vista cuando no me ves, ni el oído cuando no me oyes, ni el tacto de esas manos con las que ya jamás me tocarás, ni el gusto de la boca donde siempre amanecía, ni el olfato en el cuello que te gustaba morder. Que no te engañen los sentidos que no muestran lo que siento. Porque, aunque no pudo ser, yo, amor de mi vida, te voy a querer siempre.