Léeme:

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martes, 24 de mayo de 2016

Y no me arrepiento.

Llevo en los pies los zapatos de las caídas estrepitosas, debajo de ellos no me queda suelo, pero el vacío está lleno de golpes que me pegué por inconsciente. Y no me importan las cicatrices. Tengo el carmín de las celebraciones gastado en bocas ajenas, de tantos los besos que di a los amores imposibles de los que yo decidí colgarme. Y no me arrepiento. De las paredes de mi habitación cuelgan fotos en las que nadie sonríe, pero en las que todo el mundo parece feliz, como si supiera el objetivo de la cámara que la alegría nunca se exhibe en la feria de la aprobación ajena. Posar, lo que es posar, sólo lo hago para los ojos que no me exigen ficciones, y para mí misma cada mañana. Y no necesito más espejos. Tengo el calendario estancado en el mes de abril, porque la primavera es un estado emocional, y yo sigo floreciendo en todos los besos salados que desembocan en el mar. Guardo en un frasco de cristal las miradas perniciosas de los que ni han andado en mis zapatos, ni han saboreado mis besos, ni se engancharon a mis vicios, ni mucho menos sufrieron la culpa de mis benditos errores. Y no pienso dejarlas salir de ahí nunca. He hinchado mis pulmones para borrar decepciones, como la niña ilusionada que aún espera que al soplar la vela de su cumpleaños se hagan realidad sus deseos. Y no he conseguido olvidarlas. Hay chiquillos chapoteando felices en los charcos que formaron mis lágrimas, y jamás he visto llanto más agradecido que aquel que me enseñó a nadar en libertad. Y ya no me ahogo con palabras. En los bolsillos no me cabe ni una duda más, y no sé si es por demasiado joven, por demasiado sensible, o por tremendamente valiente, pero estoy dispuesta a declararle la guerra a todas aquellas que me impidan avanzar en mis proyectos. Y no me da miedo. He escrito un libro que habla de perdones que llegan y otros que se dejan ir, de oportunidades fracasadas, del miedo a lo desconocido incluso cuando lo conocido te abrasa, y del mar en calma después de ganarle la guerra a la tormenta, se titula juventud. Y le cabe toda una vida.



viernes, 13 de mayo de 2016

Por todos mis compañeros.


Recuerdo aquellos días de escarcha en el pelo y sol en las pestañas, y las tardes de olor a libros y rotuladores de colores. Libros viejos y nuevos, usados y sin estrenar, que se amontonaban formando un pilar infranqueable que separaba nuestros jóvenes ojos de los del compañero. Pero, sobretodo, les recuerdo a ellos. A ellos que formaron parte de la etapa más dulce y divertida de mi vida, que alegraron cada mañana con esa risa escandalosa que sólo es admisible en la adolescencia, con esas bromas inteligentes de las mentes que van más deprisa que los propios cuerpos, con ese ansia por descubrir cada rincón de la madurez y, a la vez, ese pánico indescriptible de alejarse a pasos agigantados de la más pura inocencia. Recuerdo cómo junto a ellos me equivoqué tantas veces que acabamos por formar el equipo de los incomprendidos, y cómo sólo sus oídos eran capaces de asimilar lo que sucedía con mis padres, con mis hermanos, con mis profesores, y con todos esos adultos que olvidan que alguna vez fueron jóvenes y perfectamente inconscientes. De su mano aprendí a leer, a formar palabras tan importantes como “amistad”, a ponerle tilde al corazón y a tachar con todas mis fuerzas la palabra miedo del diccionario. En su valentía encontré el impulso necesario para creerme capaz de cumplir todos mis sueños, y, en su abrazo, la lealtad incomparable que ofrece un compañero. En su pupitre pinté mi nombre, y, después, los suyos, y los uní todos con flechas, como si la tinta fuera capaz por sí sola de derribar todos los prejuicios que hablan de fechas de caducidad. Yo les miré en mitad de los muros de la escuela y vi en sus ojos una promesa de eternidad sincera, y, en su risa burlona, los excesos cotidianos que sólo llegan con la confianza ciega. Porque la juventud no es otra cosa que sacarle la lengua al destino y creerse, por encima de todas las cosas, invencible y eterno. Conté secretos en hojas de papel arrancadas de un cuaderno lleno de corazones, lancé al aire mis vicios, mis sueños, mis enamoramientos precoces y siempre, siempre, recibí respuesta y comprensión. Me reí en la cara de los horarios, intenté luchar contra un sistema que me impedía disfrutar más del aire libre, de la diversión, de las experiencias, y, después, escuché atentamente a los que me decían que el sacrificio es el único camino que lleva certeramente hacia el éxito. Levanté con mi pulso el trofeo de sus logros, comprendí las habilidades de cada uno, y las mías propias, y bendecí la suerte de que la vida ponga a tu disposición a personas tan compatibles, tan bondadosas, tan amigas. Entre esos muros di mi primer beso y me sonrojé por primera vez, para después correr por los pasillos a contárselo a mi mejor amiga. Por eso estaré siempre agradecida al sitio en el que los encontré. Y sí, puede que la vida consista en crecer y, que algún día me reiré de esta etapa entre libros y aparatos en los dientes, pero lo cierto, es que jamás la olvidaré, ni renegaré de mis orígenes. 

Porque, por muchos años que pasen, aquí tienen a una amiga, compañeros.