Yo quería ser tu inspiración,
servirte de viaje, prestarte mis alas para que volaras libre. Yo quería ser el
espejo en el que te miraras, la ventana a la que te asomaras para ver el
futuro, la espalda en la que quisieras amanecer todos los días de tu vida. Yo
quería que me quisieras siempre, que no pudieras olvidarme jamás, ser la huella
con la que toparas en todos tus caminos. Yo quise ser la piedra en la que se
tropieza una y otra vez, sin darme cuenta, claro, que la que se caía siempre
era yo. Yo quise estar a tu lado, incluso, qué más me daba, detrás de ti. Yo no
quise, pero tampoco me importó, ser la sombra de toda tu luz, o darte luz
cuando todo se quedara a oscuras. Yo quise estar siempre disponible para
impulsar tus sueños, ser la barca que salva, la mano que cuida. Yo quise, con
todas mis fuerzas, que saliera bien, que no se rompiera la magia, que no se
transformara en el truco que finalmente fue. Todo esto fue un error. Y el problema es que cuando
quieres algo con todas tus fuerzas y ese algo no funciona, las fuerzas
desaparecen.
Pero un buen día, cuando retomas la
ilusión en todas aquellas cosas que son únicamente tuyas y de ti, cuando te das
cuenta de que errar es humano y de que si hay alguien que se merezca otra
oportunidad eres tú misma, empiezas a vivir de nuevo, con las mismas ganas, y
un plus de experiencia. Empiezas a besar tus cicatrices, a bailar al son de la
felicidad, a disfrutar libre, sin esperas ni impaciencias, sin desplantes ni
mentiras. Y te das cuenta, ahora sí, porque yo lo merezco, que no quieres
gustar a todo el mundo, ni siquiera a un tercio del mundo; que conoces tus
arrugas de sonreír, tu risa inoportuna, tu afán por la cultura, tus lunares de
la espalda, tus anécdotas más ridículas y tus temores más sufridos. Que conoces tus grandes virtudes y tus
peores defectos y sabes lo difícil que fue librar alguna de tus propias
batallas. Que sabes lo insoportable que puede resultar esa manía de
madrugar demasiado, o ese detalle de dormirte siempre a mitad de una película.
Que entiendes que a veces te ríes sin que venga a cuento de puros nervios, y
otros días, en cambio, sólo te apetece estar sola y cuidar de ti. Que sí, que
algunas veces eres insegura, aunque por lo general te quieres comer el mundo y
pecas de un optimismo inusual. Que no
eres perfecta, y menos mal. Y que ya no quieres gustarle a todo el mundo,
ni siquiera a un tercio del mundo, porque, ¿saben qué? Que te gustas a ti
misma, y eso es lo más importante a lo que se puede aspirar. Y no pides que
nadie lidie con todas esas flaquezas y grandezas, porque ahora sólo tienes un
requisito esencial: que quien se
quiera quedar, jamás intente cambiarte.