Me
gusta la gente que tiene ilusiones y demuestra sus ganas. La gente que se arriesga incluso cuando ha experimentado varias veces
el dolor de las heridas. Me gusta la gente que reconoce que a cada miedo le
cabe una gran dosis de humanidad, pero que se levanta cada día con la intención
de vencerlos. Los que van cambiando la desconfianza por certidumbre conforme
las personas les demuestran que no todo el mundo es igual, ni dos desilusiones
pesan lo mismo. Me gusta mi amiga rectificando aquella frase de “no volveré a
enamorarme”, por esa otra de “estoy volviendo a confiar”. Me gusta la ilusión en los ojos de los valientes, esos fuegos
artificiales de los que yo me enamoré. Me gusta la gente que, aunque hable
lo preciso, lo hace precisamente bien. Y, sobre todo, los que demuestran con
hechos mucho más que lo que dicen con palabras. Adoro a las personas libres que
extraen de cada día una baraja amplísima de posibilidades, que conocen sus
aptitudes y las explotan, que crean sueños nuevos cada noche y no temen
despertar. Me gustan los que planean viajes y son felices en una tarde de sofá,
así como los que se nutren de la cultura, la lectura y el arte. Me gustan los que debaten y jamás pierden
el respeto, los que saben perfectamente que llorar, caer y tropezar, no tienen
nada que ver con rendirse. Los que no disfrazan las verdades de excusas y
reconocen que, a veces, callarse equivale a mentir. Me gustan los que se quedan
porque quieren y porque quieren se van, pero procuran evitar el daño
intermitente de las puertas entreabiertas.
Pero más que nada en el mundo, me gustan
las personas con defectos. Los que lloran y se
dejan abrazar. Los que se equivocan y piden perdón. Los que saben decir que no
y se arriesgan a escuchar un sí. Los que
asumen inseguridades y acarician sus propias cicatrices. Los risueños y los
tímidos. Los espontáneos y los prudentes. Los que, como yo, se reconocen llenos
de errores.
Me gusta enamorarme de la imperfección
extraordinaria de cada detalle supuestamente común.