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martes, 30 de mayo de 2017

Pudo ser y no fuimos.

Esta no es una carta de despedida. Ni siquiera una despedida. Quizá no debería ni llamarlo carta, porque desde luego, no tengo la menor intención de enviártela. Esto es, únicamente, una forma de decirte algo que quizá tú no sabes y que yo me niego en asumir: que te echo de menos. Yo que le he restado importancia a lo nuestro y he dejado de hablar de ti como si te hubiera olvidado al instante. Yo que no sé llorar y casi nunca echo de menos a nadie, que me agobio cuando me piden explicaciones, que no tolero las conversaciones excesivas por Whatsapp y que me deshago rápido de todos aquellos recuerdos que puedan anclarme al drama. Yo que tenía tan claro que esto se me iba a pasar en dos tardes de risas o en una noche de baile, yo que sabía que era lo mejor y sentí un desahogo inmenso al decir adiós. Pues eso, yo, que te echo de menos. Echo de menos los amaneceres contigo, las mañanas entre risas por todo, hablando tantas veces de nada. Echo de menos que no me importara madrugar, que me bastara como escenario un parque o el mismísimo extrarradio, que me sorprendieran tus detalles. Pues eso, que sigo durmiendo sola por elección y, aunque ya sabes que me encanta el tiempo para mí misma, he de reconocer que se ha instalado en mi cama esa sensación de frío perpetuo que nunca me gustó. Frio en mayo. Frio justo ahora que llega el verano y Madrid se convierte en un espectáculo de parejas revoloteando su amor por las terrazas de Chueca y Lavapiés. Gente queriéndose sin excusas en cualquier rincón, y tú y yo cada día un kilómetro más lejos. Joder, claro que te echo de menos. Y claro que tengo algunas noches la tentación de abrir tu conversación e intentar retomar, inútilmente, aquello que tanto se parecía al paraíso. Tranquilo, no lo haré. Claro que quiero invitarte a la penúltima cerveza que tanto nos merecemos, mirar otra vez los ojos más bonitos de Madrid y cerciorarme de que es verdad que no me estás echando de menos ni un poquito. Claro que he pensado mil veces en hacer uso de esa cordialidad pactada que nos hemos impuesto para no preguntarnos porqué si es tan cierto que no era amor, tampoco puede ser amistad. No lo entiendo. Claro que me hubiera gustado que nuestras circunstancias fueran otras y mi paciencia infinita para no haber tirado la toalla antes de comenzar la partida. Claro que te echo de menos como si te hubieras tirado mucho tiempo en mi vida, quizá porque hacía mucho tiempo que nadie entraba en ella con tanta fuerza. Claro que soy consciente de que te reconocerías en estas líneas, tú que quisiste leerme y yo nunca te dejé por puro pudor a que me descubrieras vulnerable. No sabes cómo me gustaría ahora enseñarte mis debilidades y mis textos, y susurrarte lo mucho que me molesta estar escribiendo sobre ti ahora que no estás, cuando lo intenté frustradamente mil veces estando a tu lado y no me salió ni una sola letra. Ojalá que nunca me leas, porque podría recorrer por tu espalda el escalofrío de la nostalgia, del amor y del error. Podrían asaltarte las dudas y replantearte nuevamente algo que parecíamos tener muy claro. O no. Ojalá que no me leas y nunca te enteres que me acuerdo tanto de ti que he dejado de acordarme de otros. Ojalá no sepas que eso para mí es todo un triunfo. Claro que te echo de menos, pero no te preocupes que no te lo voy a decir, porque sé que dejar ir a quien ya no quiere estar, es la mayor demostración de amor propio que existe. Porque una cosa es dejar las ventanas abiertas y otra, muy distinta, asomarse a esa ventana a llamar a gritos a quien se quiso ir por la puerta grande. Ojalá que no me leas y no sepas que sigo guardando el último beso, las promesas del último día y los planes que no llegamos a hacer.
Claro que te echo de menos, pero no me preocupo por esto que me pasa, porque sé que me pasará.

Atentamente, lo que pudo ser y no fuimos.


                         

domingo, 28 de mayo de 2017

La primera vez.

Si hay algo que determine nuestra vida y cambie irremediablemente el rumbo de los acontecimientos, ese algo son las primeras veces.
El primer beso inexperto. El primer amor de tu vida. La primera ruptura dolorosa. Los nervios de tu primer día de trabajo. La emoción eufórica de la primera vez que montas en avión. El primer viaje sola con tus amigas. El primer fracaso estrepitoso en algo en lo que habías volcado toda tu ilusión. La primera vez que dices adiós a alguien con todo el dolor de tu corazón. El primer miedo a un problema serio y real. La primera vez. El primer abrazo por detrás en silencio. Las lágrimas de rabia la primera vez que discutes de verdad con un ser querido. El primer día que te miras al espejo y descubres que tú debes ser siempre el primer amor de tu vida. Las primeras palabras de felicitación cuando alcanzas un éxito tras mucho trabajo y sacrificio. El primer día que ves amanecer al volver a casa y la primera puesta de sol en la playa.
La primera vez que descubres que vivir es andar a ciegas en un camino repleto de incertidumbres; vencer los miedos y las inseguridades, respetar los defectos y amar los errores. Y es que las primeras veces determinan nuestra vida no por lo que son en sí mismas, sino porque nos abren un mundo nuevo de posibilidades posteriores, de siguientes veces que siempre saben a nuevas si se viven con ilusión. La primera vez que abres los ojos y entiendes que vivir es no acostumbrarse nunca, asumir con dignidad las etapas más difíciles y tristes de la vida, respetar el dolor propio y apoyar en el ajeno. No resignarse con una rutina impuesta, e intentar, en la medida de nuestras posibilidades, cambiar aquellos pequeños detalles que nos hacen un poco más felices. Aprender de todo y volver a empezar una nueva primera vez tantas veces como necesitemos.
Y es que las primeras veces sirven para conocernos más a nosotros mismos, descubrir lo que nos gusta y lo que no queremos cerca, aprender de los errores y aceptar que si somos valientes y nos arriesgamos, cometeremos muchos más.

Benditas primeras veces y bendita la certeza de saber que las emociones, las experiencias y las personas son tan infinitas que nunca perderé la capacidad de sorprenderme por primera vez. 

                                

jueves, 25 de mayo de 2017

Adiós.

          El día en que te fuiste me di cuenta de que nunca había escrito nada sobre ti. Será que me faltaban las palabras que siempre me sobraron con otros, porque tú me diste más besos que letras tiene el abecedario. Porque contigo descubrí el placer del silencio cuando hablan las miradas. Tienes los ojos más bonitos de Madrid. Al menos los más bonitos que yo he sido capaz de contemplar durante horas sin sentirme intimidada.
Ahora que te has ido, podría decirte que sigo asomándome a mi balcón de madrugada, aunque ya nunca huela a tabaco ni sepa a tus besos. Debería confesarte que una de estas noches de ausencia, lloré al descubrir que el edificio gris de enfrente ya no tiene ningún encanto, que sin nosotros ha vuelto a ser ruinas entre tanto cielo. Te reconozco que fui feliz y de eso no tengo dudas, que confié en ti, en lo que decías y, sobre todo, en lo que me hacías sentir. Y que si protesté fue porque me importabas y me interesaban más las soluciones que el problema. Soy coleccionista de cosas sin sentido y ahora tengo tres mil doscientos besos en el cajón de mi mesilla, esa que no he vuelto a abrir desde que tú la cerraste por última vez una noche de primavera. Gracias por haber llenado de besos un cuerpo plagado de miedos, por haber escuchado atento mis mil y una noches, por haberme mirado dormir. Gracias, sí, pero no a ti ni a mí, sino a la vida que nos enseña que breve no es sinónimo de malo, que todo nos lo da. 
En realidad, sé que contigo dejé de escribir porque no había ni un atisbo de dolor en mi pecho, todo era alivio. Y que si tampoco dediqué ninguna palabra al amor es porque no llegó a haberlo. Es cierto, yo no llegué a quererte nunca, pero estuve tan cerca que cupé mis 168 centímetros de ilusión sincera. Por eso llevo días echándote de menos porque esta vez no tengo miedo a mi cama fría, pero me abrasa el bochorno específico de tu ausencia.
Esto es lo que verdaderamente soy: letras y cielo, dudas y amor, pasión y caos. Y con todo y eso, me valoro y me quiero sin justificaciones.
Te has ido y lo respeto.

Nos echo de menos y lo respeto.  


domingo, 21 de mayo de 2017

Vivir viviendo.

Verás, te escribo para avisarte de que durante tu vida vas a destrozar todo cuanto quieres un millón de veces. Debo decirte que andarás por caminos equivocados, en busca de piedras con las que ya has tropezado cientos de veces y aún no aprendes la maldita lección de que la piedra no te merece. Te preparo ya, porque vas a llorar hasta sentir que la desesperación se apodera de ti, y que estás derramando todas las lágrimas que han estado gestándose en tus bonitos ojos durante meses, sólo para que en esta ocasión puedan caer todas juntas. Te diré también que por mucho que encuentres personas que te quieran y te protejan, nadie, salvo tú misma, vas a poder vencer a tus fantasmas. Tendrás que asomarte debajo de la cama y apuñalar tus miedos o abandonarlos en cualquier esquina para que busquen a otra víctima. Vas a amar hasta que duela tanto que pienses que el amor es justo lo contrario a todo lo que te habían contado, y te preguntarás cómo cabe tanta ira en un sentimiento que supuestamente debería ser igual de bonito que el propio paraíso. Pues, sí, encontrarás ese paraíso, lo abrazarás como quien abraza a un ser querido en la zona de llegadas del aeropuerto, y lo cuidarás con el miedo perpetuo a que se rompa y te arrastre con él. Pero de lo que nadie te avisó es que hay pocas cosas en esta vida eternas, y que todo lo que amas acaba por sacar sus púas antes o después, pero aun así merecerá la pena haberlo intentado, te lo aseguro. Equivócate mucho y besa tantas ranas como necesites, pero después de todo, no caigas en el error de creer en príncipes, porque esos sólo están en tu cabeza. Busca a una persona le dé un verdadero sentido a esa palabra y llene tus días de sencillez y amor.
Te van a fallar y vas a fallarles, habrá días en que te venza la insolencia y te acuestes convencida de un pensamiento que habrá desaparecido al amanecer, dejando tras de sí ese estúpido sentimiento de no haber hecho lo correcto. No temas, afortunadamente todos nos equivocamos tantas veces como acertamos y nos sacudimos a nosotros mismos los errores que nos pertenecen. También van a fallarte aquellos que te han dado la vida y tendrás que hacer profundos ejercicios contigo misma para perdonar a dos personas que piensas que no tienen ningún derecho a decepcionarte, pero que, pese a su condición de padres, son tan humanos como tú. Vas a darte cuenta de que las sonrisas se regalan, se prestan y, por desgracia, a veces, hasta se hipotecan. Y que, hay muchas bocas mentirosas, que no se dan cuenta de que la mirada siempre les delata.
Habrá días que te levantarás con ansias de comerte el mundo, de marcar tus huellas en el suelo que pisas y de hacer tu propia revolución, y cambiar todo aquello que no consideras justo. Hazlo, aprovecha ese espíritu joven y rebelde y apuesta por tus ideales, que seguro que son más valiosos que la mayor de las fortunas. Y los días en los que te despiertes y te abrume el sólo hecho de pisar el suelo, cuando no encuentres más refugio que tu cama y ese nórdico en el que aún confías para hacerte invisible, recuerda que la tristeza también forma parte de esta vida que, a veces, es muy puta y trata mal a los que menos lo merecen. Pero que pasará y que seguro que en ese teléfono en el que te refugias para no desconectar completamente del mundo en los días de pena, hay un contacto dispuesto a matar monstruos por ti y salvarte de esa tristeza que hoy te sacude.
 Vive, vive a tu manera, pero vive.


miércoles, 17 de mayo de 2017

Nunca dejé de quererte.

No dejé de quererte el día en que me rompiste el corazón. No dejé de quererte el día en que te vi de la mano con otra, ni te quise siquiera un poco menos el día en que yo me entregué a los brazos de otro. No te dejé de amar porque me diera cuenta de que no merecías ni mi dolor ni mi pena, ni tampoco cuando descubrí que el problema estaba en que yo no podía solucionar lo que jamás me había pertenecido. No te hubiera abandonado por los rumores que me dejaron sorda y que hablaban sobre alguien que nunca fuiste tú conmigo. Qué sabrán ellos de tu abrazo, de tu debilidad, de la fuerza de tus pasiones, de la mirada sostenida rebosando amor. Así que no, tampoco por ellos te dejé de amar. No te quise menos la noche que bailé delante de ti con otro haciéndome la altiva para no mirarte; fingir indiferencia también es uno de los retos más difíciles que el amor me ha supuesto. Yo no sólo quería bailar contigo, yo quise hacer de lo nuestro el paso de baile definitivo para alcanzar el éxito, así que ésa noche, dentro de esa canción, te quise más que nunca. No te dejé de amar cuando mis amigas me dijeron que mirara siempre hacia delante y me olvidara de lo malo, precisamente porque ellas no podían entender la fuerza con la que yo me había mordido el labio antes de un beso de esos, denominados malos, y a la vez terriblemente perfectos. No se me rompió el amor de tanto usarlo en ninguna de las mañanas consecutivas en que me levanté pensando en ti, ni en ninguna de las noches de insomnio en que tu nombre rebotaba por mis paredes. Eso son tonterías, el amor de tanto usarlo se convierte en complicidad, es el roce hipócrita del cariño el que con el tiempo hace rozaduras. Y lo nuestro era amor, por eso no hay rozaduras si no cicatrices devastadoras colgando del escondite preferido de dos amantes. No te dejé de querer el día en que me propuse conocer a otros que merecían mucho más que tú cualquier minuto de atención, ni cuando me ilusioné con proyectos de futuro en los que tú no tenías cabida. Porque el resto de hombres pueden ser el plan de vida perfecto, el abrazo calmado, la atención desmedida, pero tú eras la propia vida dentro de mi vida y la expresión de felicidad más precisa que mi risa ha experimentado. No te dejé de querer en el transcurso de otros besos, porque aunque deberías salir perdedor en cualquier competición, lo cierto que lo que sentía por ti no tenía rivales.
Ya ves, mi niño, que no fue el tiempo, ni la distancia, ni las decepciones, ni el maldito silencio. Que no, que yo no te dejé de amar nunca, así que si no vuelvo es, únicamente, porque aprendí a amarme a mí misma.