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martes, 4 de agosto de 2015

Carnavales.

Hoy he sacado de la caja el disfraz que llevaba la noche que nos conocimos. Parece mentira que después de tantos meses, tantos besos, tantos abrazos y tantas lágrimas, aún no hayamos conseguido quitarnos las máscaras de aquella fiesta. Han hecho falta más de cien discusiones, con sus correspondientes reconciliaciones, para sacar el lado más real de nosotros mismos. Ha hecho falta que me secaras las lágrimas y besaras mis heridas para comprender la intensidad de un amor que me estaba apagando la alegría.
Bueno, a lo que iba, he abierto la caja, y allí estaba ese vestido rosa, tan lleno de arrugas como lo está ahora tu recuerdo, como si en cada una de ellas fuera implícita la lejanía que ahora nos separa. He observado las manchas de carmín fucsia de las mangas, y he recordado tu enfado cuando comprobaste que tu disfraz estaba lleno de mis besos. Pero acabaste riéndote. De eso, y de todas mis ocurrencias. De que no pudiera contenerme para abrazarte, de que me encantara peinarte el pelo, de que todos tus defectos me parecieran atractivos. Acabaste riéndote de ser conmigo un novato, de que tus experiencias no sirvieran para hacer frente a una situación que superaba tus expectativas. Y luego me abrazaste fuerte, con el miedo que tiene la gente que no se atreve a comprometerse, con los celos clavados en el pecho y el incesante deseo de saber más de mí.
Y esa noche los callejones volvieron a ser ciegos, sordos y mudos, se convirtieron de nuevo en escenario y cómplice de un amor privilegiado y fugaz. Fugaz. Todo lo fugaz que puede ser un año en el que ni sí ni no, ni te quiero ni te odio, ni me quedo ni te echo. Y los Carnavales, fueron más que ningún otro año, la fiesta de la carne y el pecado. Nosotros, más paganos que nunca, incendiamos aquella fría noche de febrero. Cuando el amanecer nos asaltó, no quisimos despertar, y las lágrimas volvieron a escurrirse, involuntarias, al darnos cuenta de que hay que vivir sin disfraces, de cara, sin miedos, con calma.
Y, aunque sepa que voy a quererte siempre, con tu cara y tu cruz, con cualquier ropa, -pero más desnudo-, con mentiras incluidas, con todos tus miedos, con tu pelo alborotado y tus infinitos silencios, hoy sé que no volvería a disfrazarme para alguien que después no va a quedarse a curar las cicatrices que se esconden bajo este vestido.
He cerrado la caja, he dejado que el tiempo siga llenando tu recuerdo de polvo y arrugas. Y me he dispuesto a ser feliz, sin ti.