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miércoles, 3 de agosto de 2016

El recuerdo de su risa.

Era una de esas noches de verano en las que ya empieza a refrescar. Ella estaba viviendo el verano de su vida; él llevaba demasiados inviernos a las espaldas. Cuando se cruzaron a él le parecieron un milagro sus ojos, una hoguera en mitad del Polo Norte. Ella sonrió como si llevara toda la vida esperando encontrarse con él. Ambos lo supieron: el destino existe y era esto. Bailaron en mitad de una aglomeración de gente, ante las miradas brillantes de otros miles de jóvenes capaces de apreciar su amor. Y ya no pudieron separarse, por mucho que intentaran alejarse. Es cierto que el otoño enfría muchas cosas, pero para ellos siguió encendida la mecha de las ganas, y pese a los obstáculos del camino, jamás consiguieron olvidarse.

Ahora, han dejado que el invierno congele sus sentimientos, que las mariposas de su estómago mueran de frío y son capaces de coserse la sonrisa a sí mismos cada vez que se cruzan, con tal de no ceder uno antes que el otro. El maldito orgullo, el maldito daño. Y llenan las sábanas del olor de otras personas que no logran llenar su corazón. Se miran perplejos, atónitos, como quien observa una obra de arte en un museo, atemorizados por si suenan las alarmas al cruzar la señal de prohibido, ellos que se habían acariciado en un millón de ocasiones. Ella ya no le sonríe, él vive enamorado del recuerdo de su risa. Él ya no la mira a los ojos, ella no ha vuelto a pestañear con tanto encanto para nadie más. Recuerdan que hubo una vez que fueron los mejores amantes del verano, pero ha vuelto a ser otoño y, aunque sigue viva la hoguera de las ganas, han apagado la del valor.


- Imagen extraída de pixabay.

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