Ni el olor del café recién molido
que preparo por las mañanas, ni el ronroneo molesto de mis despertares
tempranos, ni el beso en la mandíbula minutos antes de dormirme. De mí ya nada,
amor, porque nada queda. Ni el sonido de la música que no soportarías de no ser
porque me hace bailar, ni los nervios la noche antes de una reunión importante,
ni la risa tímida cuando compartíamos un secreto, ni los ojos acristalados
cuando te estoy pidiendo mimos. Para ti ya nada, mi vida, porque nada somos. Ni
el abrazo reconfortante cuando crees que el mundo es injusto, ni el deseo
imparable que nos sacudía en cualquier esquina, ni el mensaje de buenos días
cuando tú eras el único motivo para que amaneciera siempre soleado, ni mi mano
revolviendo tu pelo mientras te miraba a los ojos. Por ti ya nada, pequeño,
porque todo lo fuimos. Ni la defensora incondicional de tus pecados, ni la guerrera
valiente de nuestra lucha, ni la juventud canalla y atrevida que compartimos.
Nosotros ya nada, mi niño, porque nos pudo el miedo.
Contigo ya no, conmigo tú,
tampoco.
Sin ti, sin mí, todavía juntos.
Juntos, a veces, en el recuerdo
de aquel vestido de flores, de aquel encuentro inesperado, de aquella
casualidad fingida, de aquella canción del primer beso, y de aquella lágrima
anterior al penúltimo.
En el recuerdo sí, porque
contigo y sin ti, aún vivo, aún amo, aún es para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario