Yo contigo no perdí los papeles, los quemé
para ver si así se cumplían los deseos que escribimos juntos. Luego salté la hoguera encendida de nuestras dudas y ardí
de miedo las noches que no estabas para abrazarme. El tiempo y las decepciones me hicieron entender que
por muy fuerte que cierres los ojos para desear algo, por mucho que aprietes
los puños de rabia, y por muy vacíos que se queden tus pulmones soplando
dientes de león, uno solo nunca puede hacer realidad una historia de dos. Que
hay que remar en la misma dirección para que el barco no se hunda, pararse a
ver si una persona suma o resta en tu vida, ser un poquito más honesto y amarse
a uno mismo. Sí, es cierto que contigo aprendí a decir te quiero, gracias, y perdón, pero también lo es que con nuestra historia, perdí el miedo a la palabra, adiós,
aunque fuera la palabra más difícil de pronunciar de todo el diccionario. Y en esa despedida descubrí
que, a veces, es necesario sacar el coraje suficiente para irse por la puerta grande y tirar la
llave al Mediterráneo sin importarte lo que quede atrás, para conseguir
encontrarte con tus propios sueños delante. Porque yo también
tenía derecho a cansarme, a decir hasta aquí hemos llegado, a recobrar la
cordura y dejar que las cicatrices sanaran al sol. Durante un tiempo, yo tuve el privilegio de amarte y cumplí de sobra con todas las expectativas que el amor esperaba de mí. Me di cuenta de que en este sentimiento nadie gana si para quedarse junto a otro, pierde la esencia
propia, y que yo tenía que abandonar de una vez todas las luchas que no se ganaban a besos. Nuestro
desenlace no fue tu culpa, ni fue la mía, ahora nos tenemos el uno al uno y el
otro al otro, sin rencores. Esta es la historia de porqué un
buen día, me marché de tu lado y de cómo estando sola comprendí que crecer también consistía en
dejar de buscar estrellas fugaces a las que pedirles los deseos, para empezar a
hacerlos realidad por mi misma.
- Imagen extraída de Pixabay.
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