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viernes, 13 de mayo de 2016

Por todos mis compañeros.


Recuerdo aquellos días de escarcha en el pelo y sol en las pestañas, y las tardes de olor a libros y rotuladores de colores. Libros viejos y nuevos, usados y sin estrenar, que se amontonaban formando un pilar infranqueable que separaba nuestros jóvenes ojos de los del compañero. Pero, sobretodo, les recuerdo a ellos. A ellos que formaron parte de la etapa más dulce y divertida de mi vida, que alegraron cada mañana con esa risa escandalosa que sólo es admisible en la adolescencia, con esas bromas inteligentes de las mentes que van más deprisa que los propios cuerpos, con ese ansia por descubrir cada rincón de la madurez y, a la vez, ese pánico indescriptible de alejarse a pasos agigantados de la más pura inocencia. Recuerdo cómo junto a ellos me equivoqué tantas veces que acabamos por formar el equipo de los incomprendidos, y cómo sólo sus oídos eran capaces de asimilar lo que sucedía con mis padres, con mis hermanos, con mis profesores, y con todos esos adultos que olvidan que alguna vez fueron jóvenes y perfectamente inconscientes. De su mano aprendí a leer, a formar palabras tan importantes como “amistad”, a ponerle tilde al corazón y a tachar con todas mis fuerzas la palabra miedo del diccionario. En su valentía encontré el impulso necesario para creerme capaz de cumplir todos mis sueños, y, en su abrazo, la lealtad incomparable que ofrece un compañero. En su pupitre pinté mi nombre, y, después, los suyos, y los uní todos con flechas, como si la tinta fuera capaz por sí sola de derribar todos los prejuicios que hablan de fechas de caducidad. Yo les miré en mitad de los muros de la escuela y vi en sus ojos una promesa de eternidad sincera, y, en su risa burlona, los excesos cotidianos que sólo llegan con la confianza ciega. Porque la juventud no es otra cosa que sacarle la lengua al destino y creerse, por encima de todas las cosas, invencible y eterno. Conté secretos en hojas de papel arrancadas de un cuaderno lleno de corazones, lancé al aire mis vicios, mis sueños, mis enamoramientos precoces y siempre, siempre, recibí respuesta y comprensión. Me reí en la cara de los horarios, intenté luchar contra un sistema que me impedía disfrutar más del aire libre, de la diversión, de las experiencias, y, después, escuché atentamente a los que me decían que el sacrificio es el único camino que lleva certeramente hacia el éxito. Levanté con mi pulso el trofeo de sus logros, comprendí las habilidades de cada uno, y las mías propias, y bendecí la suerte de que la vida ponga a tu disposición a personas tan compatibles, tan bondadosas, tan amigas. Entre esos muros di mi primer beso y me sonrojé por primera vez, para después correr por los pasillos a contárselo a mi mejor amiga. Por eso estaré siempre agradecida al sitio en el que los encontré. Y sí, puede que la vida consista en crecer y, que algún día me reiré de esta etapa entre libros y aparatos en los dientes, pero lo cierto, es que jamás la olvidaré, ni renegaré de mis orígenes. 

Porque, por muchos años que pasen, aquí tienen a una amiga, compañeros.


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