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miércoles, 2 de noviembre de 2016

Cada día cuenta.

Cada vez que alguien dice: “maldita rutina”, yo le respondo: “pobre del que no la tiene”. Pobre la persona a la que no le suena el despertador para comenzar a cumplir sus sueños, pobre el que no se levanta con las legañas llenas de recuerdos bonitos, pobre del que no recibe ni un sólo “buenos días” de la gente que le aprecia. Porque yo bendigo la rutina de los besos antes de dormir, del cansancio agotador que supone haber tenido un día completo, de las comidas calientes que te salvan del invierno, y del olor a crema después de cada ducha. Pobre del que no tiene rutina. Pobre del que no llena cada día la mochila de proyectos nuevos, y se acuesta pensando en mejorar. Pobre el que no intercambia miradas repetidas que implican siempre novedad, y no comparte carcajadas amigas que desintegran los problemas. Pobre el que no ama la rutina de quejarse un poquito los lunes, de buscar la excusa perfecta para comerse un dulce y alegrarlo, o de reivindicar, un martes por la mañana, el derecho a embarcarse en una nueva ilusión. Pobre el que no encuentra motivos para celebrar, un sábado por la noche, la rutina de permanecer al lado de los que quieres, pobre el que no tiene una persona a la que nombrar entre brindis, y un hombro en el que llorar todos los domingos de lluvia. Pobre el que no disfruta del paseo de los viernes, de los encontronazos inesperados que la casualidad te ofrece, o del desayuno sin prisas los fines de semana. Y más pobre todavía, el que no se conmueve con la injusticia ajena, el que no tiembla de ilusión planeando las vacaciones, el que no da todos los besos que quiere, sólo por pensar, que la rutina le permitirá dar muchos más. Porque ése no sabe que la vida se acaba, que la rutina se elige, y que un simple detalle puede hacer que cada día sea especial.

Sí, maldita la rutina de no tenerla, de no aprovecharla, y de no saber disfrutar de lo que se tiene, que siempre es mucho más de lo que se agradece.


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