A estas alturas del siglo XXI,
todos sabemos el significado de cualquiera de los emoticonos que circulan por
nuestras redes sociales. Todo el mundo sabe lo que queremos expresar con un
corazón, con una carita feliz, con un guiño, o, incluso, con un animal tapándose
la boca. Nos hemos acostumbrado a hablar
con símbolos, a expresarnos sin decir nada, a dejar pasar los días, los meses y
los años sin sentarnos a mantener una buena conversación con quien
verdaderamente hace vibrar nuestro corazón. El nuestro, y no el de ninguna
aplicación para el móvil.
Cuando algo nos llama la atención
tenemos una lista de opciones tasadas para indicar lo que nos hace sentir: me
gusta, me encanta, me divierte… de tal forma que cada día limitamos un poco más
nuestra verdadera lista de emociones personales. Sin percatarnos de que el ser humano puede descubrir en cada segundo
una forma nueva de sentirse, porque a nosotros se nos eriza la piel de vez en
cuando, se nos acristalan los ojos muchas veces, y nos tiemblan las piernas otras
tantas. Y eso no lo cuenta la tecnología.
Esperamos que nos hagan caso a
través de dos tick azules, exigimos que nos quieran mediante una foto que dura
24 horas máximo en una red social, y nos disgustamos si la hora de última
conexión de nuestra pareja abre un mundo de posibilidades en el que nosotros no
somos la última persona con la que habló. Creemos
que se puede dejar de querer a alguien bloqueándole, que borrar conversaciones
nos hará borrar la vida que vivimos junto a alguien, y que el amor se mide en
caracteres. Y no es verdad. Es la más puritita de todas las mentiras de esta
vida de postureo.
Somos, posiblemente, y muy a mi
pesar, la generación que más está equivocando el concepto de modernización y
progreso con un abandono paulatino de las ventajas de la sencillez cotidiana.
Ya lo dijo Quevedo: “Lo que en la
juventud se aprende, toda la vida dura”. Así es, la juventud –y recuerdo
que, para mí, joven es todo aquel que no ha dejado de sorprenderse en la vida-
consiste en enamorarse, en reír a carcajadas, en bailar, en hacer grandes
esfuerzos para cumplir tus sueños, en no abandonarlos nunca, en besar y descubrir
el nombre de todas y cada una de las mariposas de tu estómago, en equivocarse y
pedir consejo, en desordenar nuevamente los consejos, las advertencias, las
limitaciones, y arriesgar por lo que se quiere. La juventud consiste en vivir mucho, de cara a la gente, de frente a la
vida, de espaldas al miedo. Y no puede ser que nos estemos perdiendo todo
eso detrás de una pantalla, que no sepamos apreciar las millones de ventajas
que nos ofrecen las nuevas tecnologías y aprovecharlas en su justa medida, sin
que eso signifique dejar atrás otras experiencias absolutamente necesarias para
crecer.
Como decía al principio, a estas
alturas, todos sabemos el significado de cualquier emoticono. Pero muy pocos saben descifrar el sentido
de dos miradas que se cruzan en silencio, de dos sonrisas que se escapan
levemente librando rencores pasados, de un abrazo esperado en la estación de
tren, de dos manos impacientes que no saben dónde posarse. Nos pasamos el
día entero valorando señales absurdas y llamadas de atención infructuosas,
pendientes de si alguien ha visto nuestra última publicación, si se le ha
escapado un like cotilleándonos o si ha puesto una frase con la que pueda
sentirme aludido. Pero pocas veces optamos
por acercarnos a alguien, mirarle a la cara y tragarnos el maldito orgullo que
siempre separa más de lo que une. Mirar dentro de nosotros mismos por una vez,
en vez de tanto mirar en lugares ajenos, y rebuscar entre nuestras propias
emociones, decepciones y amores para descubrir qué es lo que verdaderamente
queremos y cómo lo queremos. Ser honestos. Asumir que hay días horribles y
nadie nos obliga a demostrar lo contrario, porque, sinceramente, hay muy pocas
personas a las que realmente les importe cómo te sientes. Dejar de perder vida en cavilaciones y apostar por intentarlo una vez
más, porque, a las malas, tendremos más anécdotas que frustraciones.
Quizá nos estemos equivocando mucho y se nos esté olvidando lo más
importante: querernos más y mejor. El progreso no puede pasar por
olvidarse del amor real, del respeto infinito, de la ternura de una caricia en
el pelo, de la pasión de un beso, de la confianza entrelazada entre dos manos,
de la complicidad de una mirada, de la fraternidad de la sonrisa de papá.
Puede que empiece hoy a resetear mis rutinas: que apague un rato el
teléfono y encienda el corazón.
¡A vivir, que son dos días!