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miércoles, 19 de abril de 2017

Huecos y no excusas.

A medida que pasan los años –y los palos- dudo más de la existencia, incluso de la relevancia, de la eternidad. Ya hace mucho tiempo que no sueño con que el príncipe azul que me dio el primer beso se quede también a darme el último, más que nada, porque he descubierto que, afortunadamente, este cuento no va de príncipes y princesas, sino de momentos y experiencias.

La felicidad, el amor, la amistad, o el cariño, carecen de sentido cuando sus pilares se sustentan en base a promesas en lugar de a realidades, cuando terminan queriéndonos más por lo que ofrecemos que por lo que somos. A fin de cuentas, el tiempo es lo más valioso que tenemos y los sentimientos positivos son la mayor inversión en calidad de vida que podemos hacer.

Por eso, a medida que pasan los años –y los palos- el tiempo es cada vez menos mío para desaprovecharlo en todas aquellas cosas que cambié por una rutina gratamente elegida. Efectivamente, en mis días de diario ya no tienen cabida las largas tardes de siesta o lectura en el sofá; he regalado las horas parsimoniosas de ordenador a cambio de otras más productivas para el cultivo de la mente, o, simplemente y por pura necesidad, más prácticas.

Sin embargo, a su vez, siento que cada minuto me pertenece más que nunca, que lo estoy invirtiendo justamente en el trabajo que quiero, en los hobbies que acertadamente descubrí (como éste de la escritura), en el descanso que tan necesario y útil me parece ahora, y, sobre todo, en las personas que me complazco en elegir cada mañana.

Paso una media de 8 horas diarias trabajando, unas dos entre atascos y medios de transporte, más o menos dedico otras dos a comer, duermo en torno a siete horas, y dedico, mínimo, otra hora a aseo y acicalamiento. Y así es como, entre carrera y carrera, suspiro y resoplo, estrés y horarios, descubro que ese pedacito de día que sólo me corresponde a mí, aunque sólo sean cuatro horas, quiero dedicárselo a gente que me haga vibrar, que me instale una carcajada en el pecho, que me regale sin distracción su tiempo y se interese por ampliar mis horizontes más allá de una rutina previamente diseñada. Alguien a quien le valgan las citas de un miércoles por la tarde, pero también las de un sábado a mediodía, que comparta conmigo su rutina, sus inquietudes, sus miedos y me llame para celebrar un éxito. Alguien que brinde con el vaso lleno de energías positivas y me enseñe perspectivas diferentes desde el respeto que la mía propia merece. Alguien que no tenga miedo a equivocarse conmigo, que se pierda en mis ganas y se encuentre en mis ojos. Alguien cuya vida pueda ser también una maraña de responsabilidades, horarios, y hobbies que jamás debe abandonar, pero que busque siempre huecos en lugar de excusas para hacer de la monotonía una dicha en lugar de una derrota.


El tiempo es tuyo cuando lo compartes con quien quieres y cómo quieres, pese a que sólo sea cuando puedes.


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