A
medida que pasan los años –y los palos- dudo más de la existencia, incluso de
la relevancia, de la eternidad. Ya hace mucho tiempo que no sueño con que el
príncipe azul que me dio el primer beso se quede también a darme el último, más
que nada, porque he descubierto que,
afortunadamente, este cuento no va de príncipes y princesas, sino de momentos y
experiencias.
La
felicidad, el amor, la amistad, o el cariño, carecen de sentido cuando sus
pilares se sustentan en base a promesas en lugar de a realidades, cuando
terminan queriéndonos más por lo que ofrecemos que por lo que somos. A fin de cuentas, el tiempo es lo más
valioso que tenemos y los sentimientos positivos son la mayor inversión en
calidad de vida que podemos hacer.
Por
eso, a medida que pasan los años –y los palos- el tiempo es cada vez menos mío
para desaprovecharlo en todas aquellas cosas que cambié por una rutina gratamente
elegida. Efectivamente, en mis días de diario ya no tienen cabida las largas
tardes de siesta o lectura en el sofá; he regalado las horas parsimoniosas de
ordenador a cambio de otras más productivas para el cultivo de la mente, o,
simplemente y por pura necesidad, más prácticas.
Sin
embargo, a su vez, siento que cada
minuto me pertenece más que nunca, que lo estoy invirtiendo justamente en el
trabajo que quiero, en los hobbies que acertadamente descubrí (como éste de la
escritura), en el descanso que tan necesario y útil me parece ahora, y, sobre
todo, en las personas que me complazco en elegir cada mañana.
Paso
una media de 8 horas diarias trabajando, unas dos entre atascos y medios de
transporte, más o menos dedico otras dos a comer, duermo en torno a siete horas, y
dedico, mínimo, otra hora a aseo y acicalamiento. Y así es como, entre carrera
y carrera, suspiro y resoplo, estrés y horarios, descubro que ese pedacito de día que sólo me corresponde a mí, aunque
sólo sean cuatro horas, quiero dedicárselo a gente que me haga vibrar, que me
instale una carcajada en el pecho, que me regale sin distracción su tiempo y se
interese por ampliar mis horizontes más allá de una rutina previamente diseñada.
Alguien a quien le valgan las citas de un miércoles por la tarde, pero también las
de un sábado a mediodía, que comparta conmigo su rutina, sus inquietudes, sus
miedos y me llame para celebrar un éxito. Alguien que brinde con el vaso lleno
de energías positivas y me enseñe perspectivas diferentes desde el respeto que
la mía propia merece. Alguien que no tenga miedo a equivocarse conmigo, que se
pierda en mis ganas y se encuentre en mis ojos. Alguien cuya vida pueda ser también una maraña de responsabilidades,
horarios, y hobbies que jamás debe abandonar, pero que busque siempre huecos en
lugar de excusas para hacer de la monotonía una dicha en lugar de una derrota.
El tiempo es tuyo cuando lo compartes
con quien quieres y cómo quieres, pese a que sólo sea cuando puedes.
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